Por: Paul Brito
En un artículo hace algunos meses, la escritora india Arundhati Roy comparaba la pandemia con un portal, una puerta entre un mundo y el siguiente, y no en el sentido de que muchos contagiados la atraviesan directo a la muerte, sino porque para ella, históricamente, las pandemias han llevado a los seres humanos a pasar la página y alejarse de un mundo caduco, insostenible, hacia uno necesariamente nuevo: “Podemos optar por cruzarlo arrastrando tras nosotros las carcasas de nuestro prejuicio y odio, nuestra avaricia, nuestros bancos de datos e ideas muertas, nuestros ríos muertos y cielos llenos de humo. O podemos atravesarlo caminando ligeros, con escaso equipaje, listos para imaginar otro mundo. Y listos para luchar por él”.
De alguna forma es lo que hace el barranquillero cada año con el carnaval: se libera de cargas innecesarias (las cumbiamberas llevan apenas el fuego de la vela y las ingrávidas polleras como alas) e instaura un portal, un boquete en la realidad; le inserta intersticios a la inercia, agrieta y sabotea sus estructuras encallecidas, les da plasticidad y soluciones de continuidad. A eso se refieren los barranquilleros cuando hablan de romper las caderas y por eso la Marimonda es capaz de articular su cuerpo en más huesos de los que tiene. Solo así pueden encontrar nuevos movimientos y caminos, nuevos ritmos y horizontes. “El tiempo es creación o es nada en absoluto”, decía con alma caribeña el científico ruso Ilya Prigogine; por algo Antonio Benítez Rojo bebe de él para describir el Caribe en ‘La isla que se repite’. El tiempo es reinvención o apenas pura repetición que se contagia a sí misma, como el virus.
Recuerdo una noche en que cumplía 90 años la abuela de un amigo. No dejó de bailar toda la noche. Le daban aguardiente, se llevaba el buche a la boca, se enjuagaba la garganta y lo botaba después de saborearlo. “El médico me prohibió beber”, nos explicaba con gravedad provocando la risa de todos. A medianoche llegó un anciano con sombrero de paja, guayabera y sandalias trespuntás. Era su hermano menor y venía de su pueblo natal. La abuela de mi amigo lo llevó a una habitación y cerró la puerta. Mi amigo bajó el sonido de los parlantes, porque sospechó que eran malas noticias. Al cabo de unos minutos, la abuela salió del cuarto, despachó al hermano como si fuera un vendedor ambulante o un testigo de Jehová, y exclamó: “Ajá, ¿y quién se murió aquí? ¡Que suene la música!” y agarró al primero que encontró para seguir bailando. Al día siguiente nos enteramos de que había muerto su hermano mayor (esa era la noticia que le traía el otro hermano), pero ella no había querido dañar la fiesta. “¿Para qué? –dijo frunciendo las cejas–. Si el que se murió fue él, no yo”.
Y no es que no seamos solidarios y no es que no tengamos empatía, al contrario: hacemos lo que harían los muertos en nuestra misma situación, si los vivos fueran ellos. Ver las cosas al revés tiene su gracia. Con la pandemia se redujo un 35 por ciento la emisión de gases de efecto invernadero y por lo tanto se retrasó un poco el otro apocalipsis que se viene anunciando desde hace más tiempo. Un microorganismo ha logrado lo que no han hecho todas las potencias del mundo: frenar un poco el calentamiento global y la catástrofe correspondiente. El planeta ahora puede respirar un poco mejor y nosotros nos sentiríamos aliviados, de no ser porque otra bestia apocalíptica aún nos respira en la oreja, con muchas cabezas y coronas tal como la describe la Biblia. Mi mamá exclamaría: si no es una vaina es otra. Cuando yo le recomendaba que tomara menos café, ingiriera menos azúcar y comiera menos grasa, ella arrugaba la cara y me soltaba impertérrita: “De alguna cosa se tiene que morir uno, ¿no?”.
No hay que ser experto en etimología para darse cuenta de que pandemia significa: el demonio se ha instalado en todas partes. Pero el caribeño no lo excluye de la fiesta, lo invita a bailar, le restriega maicena en el rostro, le agarra las nalgas. Y lo mismo hace con la Muerte: le pierde el respeto, lo desafía bailando y lo levanta a Garabato, pero ya derrotada la invita a beber aguardiente hasta que amanezca o hasta que el cuerpo aguante.
“La desmesura parece ser una palabra que acompaña lo que significa ser barranquillero, para fortuna e infortunio de nuestro destino. No me extraña por eso que la primera ciudad en Colombia que vivió picos desmesurados de la pandemia fuese Barranquilla. Y para colmo, a medida que subía el número de contagiados y de muertos en La Arenosa, los medios nacionales y las redes sociales tomaban con sorna la situación, como si esto fuera una tragicomedia teatral. Señalaban que la indisciplina social, «el carnaval permanente» en el que vivimos nuestras vidas, fue la causa de la proliferación de covid-19 aquí. No hizo falta refutar nada, todo el discurso fue silenciado por la propia pandemia cuando el país entero sucumbió a ella. Porque la indisciplina social que vino a mostrar el Covid, no tiene nada que ver con un carnaval, con un espíritu festivo, sino con el hambre y la exclusión que pertenecen a todos los rincones de Colombia. A Barranquilla se le valora su Carnaval, pero esta manifestación colectiva está lejos de ser una fiesta de la felicidad. No olvidemos que el carnaval es la expresión de la rebeldía, de la transgresión, del hartazgo, las mismas cosas que salieron a flote en la pandemia. ¿Cómo hace el vendedor de aguacates para quedarse en casa si la calle es su oficina? ¿Y acaso las personas que trabajan en mensajería son robots que no se enferman? ¿Y el gerente de la ferretería o de la farmacia o de la gran empresa de telecomunicaciones se queda tranquilo en teletrabajo mientras la empresa se cae a pedazos? La pandemia también mostró lo diferente que es pasar una cuarentena en mansión que en cajas de fósforos, pero evidenció en esas diferencias lo muy parecidos que terminamos actuando unos y otros cuando lo que está en juego es la libertad propia, así su precio sea la salud pública. Por eso en el Sur la gente saca sus picós y arma sus parrandas en pleno pico de pandemia, lo mismo que se ve al rico cirujano plástico contratando artistas para su «Covid-fiesta» de cumpleaños. El carnaval es el mismo aquí y allá, donde haya alguien dispuesto a morir bailando por su libertad. Solo que aquí esa expresión de la desmesura es tan grande que el mundo tuvo que declararla Patrimonio de la Humanidad”, Jorge Mario Sarmiento Figueroa, periodista y docente
“Una de las virtudes de los costeños es la ‘cheveridad’, palabra que, aunque no está en el diccionario, describe muy bien nuestra manera de afrontar el día a día: somos alegres, bonachones y bromistas por naturaleza. Que un velorio costeño sea escenario también para echar chistes y reír a carcajadas muestra cómo un momento oscuro como la pandemia fue aprovechado para el humor negro”, Diana López Zuleta, periodista, autora de ‘Lo que no borró el desierto’
“Desde el último y fallido Martes de Carnaval no dejo de preguntarme si Joselito, ese personaje que entre rones y disfraces anuncia la muerte del carnaval, nos otorgó una perspectiva distinta frente a la muerte, algún misterio que escapa a nuestra comprensión. Contrario a lo que esperaba, la ciudad no se desbordó en fiestas clandestinas, y no estoy seguro si fue nada más por la represión del toque de queda, porque se sabe desde siempre que todo lo que es prohibido es deseado”, Fabián Buelvas, escritor, autor de ‘Tres informes de carnaval’
“Me ayudó mucho escuchar música. Fue la gasolina para enfrentar la ansiedad y las nuevas rutinas que impuso el confinamiento. Me enganchaba los audífonos, sintonizaba con el ritmo y automáticamente desaparecía la pesadez del cuerpo y me ponía en marcha. También ayudó abordar la realidad con curiosidad, imaginación y sentido del humor. Y con una buena dosis de escepticismo y desparpajo”, Claudia Lama, escritora, autora de ‘Bailarás sin tacones’
“Fue fundamental la actividad física todos los días. Yoga y ejercicio, pero sobre todo bailar, bailar y bailar. Yo sola, con música a todo volumen o siguiendo tutoriales de baile africano en YouTube. Cuidar a mi perro que es prácticamente mi hijo, verlo crecer y disfrutarlo me salvaron. También encontré fuentes de placer en las pequeñas cosas, como comer cosas ricas con mi familia y conectarme más con ellos, aprender sobre plantas y experimentar con ellas. Pintar rigurosamente en un estudio improvisado me ha salvado también de la pandemia y de todo lo demás”, Daniela del Pozo, pintora
“Como a la mayoría en Barranquilla, la Covid-19 me ha afectado principalmente en el aspecto económico. Sin embargo, gracias a ello, me vi forzado a utilizar por primera vez un recurso que ya, según creo, quedó incorporado definitivamente en la caja de herramientas de mi trabajo como educador informal: las plataformas de reuniones virtuales. En cuando a los posibles efectos psicológicos causados por el confinamiento a que nos ha obligado la pandemia, yo no los he padecido porque desde más de una década antes, cuando decidí trabajar por mi propia cuenta y riesgo, lo he venido haciendo básicamente en la casa. Es decir, permanecer la mayor parte del tiempo en la casa era ya mi costumbre. Súmese a eso que, como ya soy un veterano en ciertos trastornos neuróticos, cuento también desde hace tiempo con una rutina terapéutica para conjurarlos, la cual me ha permitido prevenir cualquier secuela mental que pueda acarrear el aislamiento”, Joaquín Mattos Omar, escritor
“El sector cultural a nivel mundial ha sido uno de los sectores más golpeados por esta pandemia. La llegada del virus significó un golpe para artistas de todo el mundo. El impacto en la producción, distribución y consumo de los bienes culturales ha tenido efectos en la economía creativa y ha revelado el verdadero valor de la cultura para la humanidad. ‘La gente necesita la cultura ahora más que nunca. La cultura nos hace resilientes, nos da esperanza, nos recuerda que no estamos solos’, afirmó Ernesto Ottone, subdirector general de cultura de la Unesco. Aunque yo he visto que algunos artistas se unen para cantar y trasmitir desde la virtualidad, yo creo que esta nunca podrá reemplazar la presencia. Algo que también veo es que el tapabocas cumple una función súper vital, que es evitar el contagio y la transmisión del virus, pero el tener la boca y los labios cubiertos no dejan sentir esa transmisión que uno siente al ver los labios de la otra persona. El galanteo de la cumbia se perdió y vimos a las cumbiamberas tapadas y cierto bloqueo en la expresión del baile. Cuando se esté en la normalidad sólo recordaremos que esto fue una pesadilla de la que todos quieren despertarse”, José Bedoya, director Desarrollo Empresarial Fundación Santo Domingo
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