Por Alfredo Baldovino
Días después de decretarse la cuarentena, en el 2020, cuando las redes sociales aparecían como esa especie de plaza pública a la que todos acudían en busca de nuevas y variadas formas de interacción, para no perder la cordura por efecto del encierro, Diana Posada tuvo una idea: pedirle a su esposo, Julio Oñate Díaz, un apasionado coleccionista de whisky, que escogiera al azar una de las tantas botellas que tenía en su bar y se despachara a contar su historia, mientras ella transmitía un Live por Instagram (@julioonate). Julio, que hasta ese momento desconocía lo que era un En vivo, en principio se mostró desconcertado. Sin embargo, cuando Diana se lo explicó en detalle, se arregló el cuello de la camisa y quedó a la espera de la señal para hacer lo suyo.
Su pasión por el whisky databa de ocho años atrás. Un día cualquiera le ofrecieron un trago de una marca que siempre había mirado con desdén y lo rechazó sin dudarlo. Sin embargo, ante la insistencia de su interlocutor, aceptó el ofrecimiento por cortesía, pensando que, en el fondo, no tenía nada que perder y sin darle más vueltas al asunto se echó el trago a la boca con cara de pocos amigos. Pero su rostro no tardó en iluminarse por la experiencia. No solamente tenía buen olor y textura, sino también una calidad admirable. Si eso había ocurrido con esa sola botella, pensó Julio, ¿cuántas más no había por fuera del circuito de las grandes marcas, que él se estaba privando de conocer por culpa de los prejuicios?
Puesto al descubierto el conocimiento limitado que tenía de lo que más tarde consideraría un verdadero “océano de experiencias”, se trazó un firme propósito a partir de ese momento: probarlo todo, averiguarlo todo, con la convicción anticipada de que el mejor whisky no siempre es el más caro, sino aquel que se adapta a las necesidades y gustos de cada quien. Empezó a visitar destilerías y a recopilar botellas de distintas denominaciones, orígenes y precios, en un cuarto subterráneo de su casa, donde, con curiosidad de arqueólogo, se sumergía en la lectura de volúmenes especializados que lo llevaban a recorrer con la imaginación praderas de ultramar, gigantescas bodegas con olor a madera recién cortada en el que el whisky era destilado y envejecido antes de viajar por todo el mundo.
A decir verdad, Julio, ardía en deseos de compartir lo que sabía con otros, pero ante la falta de interlocutores reales, no había hecho sino entregarse a largos y enfebrecidos monólogos en su solitario reducto, como un Quijote moderno, el vaso de cristal en que amarilleaba el preciado líquido en una mano mientras la otra giraba en un sentido y en otro para acentuar sus explicaciones.
Ahora, en unas circunstancias impensadas, precipitadas por una crisis mundial, se tendía ese puente de comunicación con los demás, aunque aún no tenía muy en claro cuál sería la reacción de los espectadores. De modo que cuando Diana levantó la mano para indicarle que ya estaban al aire, no tuvo que recurrir a ningún libreto para saber por dónde empezar. Con movimientos reposados, se acercó a la pared del fondo, tomó una botella cualquiera, la acercó a la cámara del celular para que pudiera observarse la etiqueta y luego, con el tono despreocupado de quien cuenta una anécdota de sobremesa, empezó a referirle a la audiencia qué casa la fabricaba, cómo era el proceso de destilación y cuáles sus principales características.
Al comienzo, sólo aparecieron dos personas conectadas, pero eso era lo de menos: el tema lo atraía tanto que habría seguido hablando sin parar por horas enteras, aunque supiera que no quedaba nadie en la sala. Para su sorpresa, no fue así: la audiencia, lejos de perder el interés en lo que les estaban contando, crecía de manera asombrosa, hasta sobrepasar la cifra de los 3 mil. Sin duda alguna, la experiencia, forjada espontáneamente como un simple ejercicio, había excedido toda expectativa. Por eso decidieron repetirla todos los sábados a las 7 p.m., bajo el nombre de Whiskipedia, un espacio donde los internautas no solamente tenían la oportunidad de instruirse sobre el tema, de romper con sus propias reticencias al respecto y ensanchar el horizonte de sus perspectivas, sino de estrechar lazos en una gran hermandad unida por su devoción al whisky. Ya no estaban solos, era el mensaje. No estarían condenados a ser esos personajes exóticos, vistos con extrañeza, cuando se desbordaban a hablar de whisky en medio de una fiesta, por quienes sólo tomaban la bebida por un licor más, así de sencillo, exquisito, eso sí, pero nada que ameritara semejante río de palabras, cuando lo que el momento pedía era música, anécdota trivial, y disfrute.
Pero Julio, conocido actualmente en el medio como el whiskylover, no era el solitario actor en esa puesta escénica que congregaba a las parejas de esposos frente a la pantalla del computador, mientras sus dedos se entrelazaban amorosamente bajo las frazadas. Al tiempo que se llevaban al paladar uno de los tres tipos de whisky que previamente habían comprado a través de la cuenta de Whiskipedia, junto a una cena con delicias del mar, podían escuchar a Diana, quien también es cantante, entonando bellas melodías, entre segmento y segmento, con lo cual la noche adquiría un toque bohemio, único, irrepetible. Era, en todo el sentido de la palabra, un auténtico performance, una fiesta de los sentidos que mostraba una cara más benévola del whisky. Julio y Diana recuerdan que en ese entonces tenían unos mil seguidores en su cuenta (@julioonate), nada fuera de lo normal. Hoy, en junio del 2022, el número está cerca a los 40 mil, con lo cual aquello que empezó como un divertimento pasajero terminó convirtiéndose en un verdadero fenómeno de masas. Ese, quizá, fue uno de los grandes logros de la Whiskypedia: reivindicar el rol del licor insignia de los escoceses como elemento que integra, que fomenta el abrazo y refuerza los vínculos, en lugar de asociarse con conductas perniciosas. Una bebida con una larga historia por contar que acerca a las parejas y sirve para hacer amigos.