Por: Paul Brito
García Márquez decía en una entrevista que en Barranquilla “va el Presidente y lo atienden el primer día, pero al tercero ya ni le fían” y Antonio Benítez Rojo en La isla que se repite sostiene que en el Caribe nunca ocurriría el Apocalipsis, “por la sencilla razón de que el Caribe no es un mundo apocalíptico”. Si en el mercado de Barranquilla o en el Paseo Bolívar llegara a aparecer alguna vez el arcángel Gabriel para anunciar el Fin del Mundo, muy seguramente alguien le quitaría la trompeta para tocar el merengue de moda.
Pero no es que nunca vaya a suceder el Apocalipsis en el Caribe (en Cien años de soledad, nuestra biblia caribeña, está muy bien narrado); no es que seamos inmunes a las tragedias o a las desgracias. No, lo que pasa es que, como dice el argentino César Aira, que en el fondo es caribeño, el Fin del Mundo ocurre a diario, “nos acompaña todos los días, está sucediendo imperceptiblemente en cada pequeño hecho que pasa, en el azar de los hechos y los pensamientos”. La muerte no nos asusta, o quizá sí, pero no salimos corriendo. O si corremos, no tardamos en reírnos de nosotros mismos.
Al comienzo de la cuarentena por el coronavirus, estaba haciendo cola en la puerta de una farmacia con la intención de pedir unos medicamentos para mi esposa. Había mucha gente en la fila con mascarillas empapadas en sudor y la paranoia de estar cerca de algún contagiado, cuando pasó el típico abuelo caribeño con guayabera, pantalón de lino y zapatos de cuero sin medias. Hablaba por celular ese galillo de flauta de millo y la desenvoltura de guacamayo gozón que tienen todos nuestros abuelos, y justo cuando pasaba por la aglomeración, subió la voz y dijo: “Imagínate, no me querían soltar en el aeropuerto, después de 15 horas de viaje desde Milán”. Era la época en que Italia parecía el epicentro del virus. La gente se apartó como si estuviera pasando el Diablo en persona… continúa.
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