Por Efraín Villanueva
Sabeth se derrumba y derrama el desespero de su confinamiento. Se viste de zapatos deportivos y abandona la casa. Yo espero su aparición desde el ventanal de mi oficina casera. La veo detenerse en un rincón del parqueadero del supermercado de bajo costo. Se abraza. Cierra los ojos y levanta su rostro al sol, calentándose bajo la frigidez primaveral. Se ancla. Le tomará varios minutos recargarse.
Yo me descargo en mi sofá y repito el estribillo de estos días: la pandemia ha cambiado el mundo. ¿Pero qué es el mundo, me pregunto?
No es el planeta, habitáculo en el que convivo con especies de percepciones disímiles, cuyas existencias, por ahora, no han sido alteradas tan radicalmente como la de nuestro linaje. El mundo no es tampoco la visión que de él tengo, compartida por muchos, opuesta a la de otros tantos. No es la forma en la que habito en casa o la ciudad, o el país, ni siquiera en la globalidad virtual que la tecnología me obsequia.
Antes de sentenciar que el mundo ha cambiado tendría que, en primer lugar, abandonar la presunción de que la vida transcurre afuera tal como acontece en mi mundo. Entender que no hay un solo mundo, que existen tantos como seres sintientes vivos; que han existido tantos mundos como seres sintientes han vivido. Pero no me basta con reconocerla, debo actuar en consecuencia con esta realidad. El logro de este propósito, si he de elegirlo, requiere de mi osadía para pensarme por fuera de mis fronteras físicas y sentimentales, intelectuales y espirituales.
Replanteo, entonces, mi reflexión: ¿ha cambiado la pandemia los mundos?
Ciertamente el virus ha forzado al mío a adaptarse a una nueva rutina, es innegable. Pero los mundos mutan. A diario. Todos ellos. Desde siempre. En ocasiones de maneras imperceptibles: mi mundo está en capacidad de alterar el mundo de quien se sienta a mi lado, aun si ninguno de los dos llega a enterarse de ello. Otras veces, acaecen revolcones masivos que interrumpen y corrompen a la mayoría de los mundos.
Otro estribillo reciente: nuestros mundos nunca serán los mismos. ¿Será así?
Advierto los pasos suaves de Sabeth subiendo las escaleras. Apresuro una conclusión que afirma lo obvio: que muchos mundos han sido trastocados por el virus pero que, lo más probable, intuyo, es que no ninguno de ellos cambiará por completo, ni tampoco definitivamente.
No en un planeta en el que algunos gobiernos insisten en resolver los tropiezos económicos causados por la pandemia con su tradicional fórmula orgásmica: socorriendo a los bancos y grandes corporaciones y, a través de la salvación de ellos, nos aseguran, ayudan también a sus empleados y al resto de nosotros.
No en un planeta en el que ingenuamente predicamos que la pandemia nos ha unido en un bloque invencible mientras las pruebas del virus –escasas o aplicadas solo a pacientes que exhiban peligrosos síntomas– son de fácil y rápido acceso para presidentes y cancilleres, mandatarios y terratenientes, celebridades y políticos.
No en un planeta en el que Apple, en el pico de la pandemia, ha anunciado un nuevo teclado. Cuesta cuatrocientos euros. Sí, un teclado. Sí, cuatrocientos euros.