“A la casa del niño espantapájaros” (Editorial Planeta, 2016) es la primera novela del escritor barranquillero John Better, uno de los autores más talentosos e inspirados de su generación. La obra es una reconstrucción maravillosa de la infancia y la adolescencia, de esa luz temblorosa que todavía nos llega en sueños.
Es una ciudad que ya se ubica en el imaginario de muchas latitudes. Cosas han ayudado a eso, desde El Carnaval hasta la literatura, pasando por el Caimán que siempre vive llegando a esta ciudad o la niña rubia oxigenada de las caderas que no mienten. La ciudad ha sido mi metro cuadrado de miseria, como diría Lemebel, lo que palpo y habito. El Caribe está ahí, como el sonido de brisas enjauladas al interior de una caracola abandonada.
Fueron los años del descubrimiento: el amor, la sexualidad, los libros. Quizá lo mejor que puede vivir cualquier hombre. Fueron instantes de belleza, de sorprenderme con cada cosa que eclosionaba a mi alrededor. Los amigos estaban ahí como la legión de ángeles clandestinos de la que habló Gómez Jattin, las fiestas del Bar Panic, MTV y su buena música de entonces, vivimos enamorados todo el tiempo, el amor era nuestro combustible y yo me dedicaba a dejar constancia de ello en mis viejas libretas Jean Book que leíamos en voz alta en cualquier lugar de esta odiosa y amada ciudad.
Mi infancia es la exploración, el recuerdo como erección, los años juveniles. Me quedo en ambas, en todos esos cuerpos rozados o poseídos. En todas esas experiencias que al final son la paja que rellena la memoria de un hombre.
Soy un melómano, un músico frustrado. Poseí una buena colección musical donde encontrabas géneros como el tango, la bossa-nova hasta trip hop, jungle o noise. 1997 es un año clave para mí, grandes discos se prensaron ese año. El “Ok Computer” de Radiohead, “Say No More” de Charly García o “Dummy” de Portishead, por mencionar algunos. ¡La música: el abrelatas del alma!, como dijo Henry Miller. De cine he visto muchas cosas, pero no soy el experto, me fascinan desde las pelis de serie B o los afiebrados films de Fellini (mi favorito), Woody Allen, Almodóvar, Xavier Dollan, y otros más. Ambas cosas han influido en mi manera de narrar.
`Vivimos enamorados todo el tiempo, el amor era nuestro combustible y yo me dedicaba a dejar constancia de ello en mis viejas libretas Jean Book´
Es algo que se venía rumorando hace años, en principio como una broma, como algo que podría pasar pero no ocurría. Pienso que es un paso enorme que da la Academia y saca a la literatura de ese lugar hermético y plano donde quieren ubicarla muchos. Refresca Dylan el Nobel, que a la final es un premio más, pues no creo que todos los que han ganado esa mención sean los más top. Pero me agrada, me gusta mucho Dylan. Su música reúne años de historia de una sociedad tan compulsiva como la gringa. La obra de Dylan es poesía cantada y pare de contar.
Crecer no es nada fácil para ningún niño, a cada centímetro de estatura se pierde algo, se va dejando atrás lo más primigenio que podemos llegar a ser. En cuanto a lo de ser gay, es solo hasta la adolescencia cuando empiezas a sentir culpa por ello, al menos en el tiempo que yo viví. Aun así, me asumí como uno sin importar lo que opinaran los demás.
Es reflejo de mí mismo, yo soy un retazo de instantes. Ya la memoria me falla un poco, no tengo los suficientes recuerdos como para armar una cosa decimonónica, mi pasado está en pequeñas películas cortas. Lo que los lectores encuentran allí es casi todo lo que soy como hombre. En adelante mis textos carecerán de esas evocaciones.
Mi carácter ansioso no me permite sentirme cómodo en ninguna parte. La literatura no es la excepción: voy de un lado a otro tratando de encajarme, de encontrar esa pieza que le hace falta al rompecabezas, pero temo que nunca la hallaré. Sentirse cómodo en cierto modo es estar un poco muerto.