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    Publicado 7 abril, 2025


    Barranquilla: el agua que trae tu nombre

    Lo que nació como un simple atracadero de canoas en la margen occidental del río Karakali –como lo llamaban los indígenas de nuestra región– es hoy una de las ciudades más importantes y dinámicas de Colombia y del Gran Caribe. Aquí, una semblanza literaria de la Arenosa.

    Por: Yesid Torres


    Sobre la ribera occidental del río Grande de la Magdalena, justo antes de que su caudal vierta sus aguas en Bocas de Ceniza, se extiende un cuadro de arena suspendido a los pies de la Sierra Nevada de Santa Marta. En ese lienzo costero creció el sueño de otro siglo y de otros hombres, al que llamaron Barranquilla.

    Por sus calles recién trazadas, toma forma una estirpe de hombres y mujeres que miran la vida con desparpajo. El barranquillero, en esencia, atiende con gracia todo lo que lo rodea: bueno o malo, trágico o divino. Nada se salva de ese encanto despreocupado de quien no tiene nada que perder y todo por lograr.


    En esta ciudad, el hombre —como categoría del ser— se vuelve una manifestación de la risa, adoptando la figura del ‘mamador de gallo’. Esta expresión popular representa a quien puede ver la vida con un ingenio campechano, con frescura despreocupada y con tranquilidad irreverente. Es un individuo que se debate entre la urbe y el campo, entre el campesino tolstoiano y el cosmopolita que soñó el maestro Julio Enrique Blanco. ¡Cuánto candor alberga esta identidad adolescente! ¡Cuánta ligereza hay en este nuevo espíritu!

    Por suerte —o por desgracia—, hemos estado alejados de los grandes eventos históricos. Aquí no hubo floreros que desataran guerras ni embarcaciones españolas que asediaran nuestras costas. A duras penas, unas cuantas vacas mentirosas aparecieron en los campos: una anécdota insólita que terminó por convertirse en la mejor historia fundacional de estas tierras. ¡Qué acto tan barranquillero! Que digan los historiadores lo que quieran: yo aplaudo el intento. ¿Acaso somos hijos de menos ‘mae’?

    Así nació Barranquilla para muchos, sobre la invención de narrativas que nos entregó la tradición oral. Tal vez por eso conservamos aún la levedad del sueño. Es a partir de estas historias, traídas de los cabellos, que nos hemos consolidado como el centro de desarrollo más importante de la Costa. Somos el resultado del truco de un mago que aún no termina de explicarnos su magia.


    «El barranquillero, en esencia, atiende con gracia todo lo que lo rodea: bueno o malo, trágico o divino»


    Nuestra Alejandría tropical es una simbiosis asimétrica de identidades que se entrelazan hasta formar una nueva manera de ser. ¿Qué significa ser barranquillero? Tal vez sea un poco de lo indígena  mezclado con una pizca de lo afro, aderezado con dos pinceladas europeas, tres rayitas árabes y unos cuantos soplos ribereños. Nuestra identidad se forja con la ruptura y el reencuentro de muchas otras identidades. Y de esa mezcla nace la extravagancia y nuestra rareza, el sinsentido de nuestra singularidad. Somos como una broma que se replica eternamente, como un ‘eche’ infinito que lo explica todo.

    Eso que los griegos llamaban “ethos” es aquí un pantalón cosido a retazos, el mismo con el que vestimos al año viejo el 31 de diciembre para luego prenderle fuego. Así es mi Curramba la Bella: un crisol cultural y un pedacito de mundo que te atrapa y que no deja escapar. Pues, quien no se ha sentido preso por el reflejo de la luna sobre la corriente del Magdalena al caminar por el malecón, que se tome el pulso, no vaya a ser que la muerte se lo haya llevado en el último carnaval.

    La Arenosa —otro de los nombres vivos de esta tierra— es, en esencia, un lugar de invenciones. Aquí, las barrigas pueden llegar a ser de trapo, el Junior gana estrellas después de haberlas perdido y nuestro político millonario más influyente usa gorrita y zapatos descocidos. Esta ciudad es un chiste que se cuenta solo: una carcajada que sacude la ribera del río.


    Aquí se ríe y se llora mientras se baila con la muerte de Joselito. Encarnamos las contradicciones del hombre que duda entre lo que es y lo que sueña ser; no terminamos de concebirnos. Padecemos la angustia de quien aún no sabe lo que quiere, pero también la fortuna de poder elegir lo que nos plazca.

    Es difícil explicarle a un foráneo la plenitud que sentimos un domingo al mediodía, cuando nos dejamos caer una totuma de sancocho de mondongo bajo la sombra del palo de mango del patio de la abuela. Cuesta transmitirle a un cachaco (dícese de cualquier sujeto que no sea costeño) lo que significa bailar frente al picó en la acera de la calle un viernes de Guacherna. Y ni hablar de tratar de enseñar por qué cuanto más alto suena el volumen, más contento se pone el espíritu.

    Somos partícipes activos de esa levedad que se revela en nuestra recién nacida identidad cultural. Vivimos con la despreocupación de la juventud, con nuestros sueños de adolescencia. ¿Qué podemos perder? Vamos dando tumbos, esperando pegarle al gordo. A veces, incluso, roza la realidad: ¿no estuvimos a dos pelos de traer la Fórmula 1 para correr en un gran circuito en Barranquilla? Coches a más de 300 km/h esquivando los huecos de la Vía 40. Se me escapa la carcajada de solo pensarlo. ¡Qué idea más carnavalera!

    Sobre la desgracia, solo nos queda la risa; que lo digan los moradores del barrio Brinca y Pea. Sobre la nada, creamos una historia; que se lo pregunten al antiguo dueño de la tienda El Vaivén, convertida en el bar La Cueva, el del famoso grupo de Barranquilla. “¿Intelectuales? Mijo, allá lo que había era un poco de borrachos”, resuena su voz desde la tumba.

    Y así seguimos. Este es un sueño que solo puede llamarse Barranquilla: una ciudad extraviada en la curiosidad de su adolescencia cultural. Vamos disfrutando la vida mientras definimos lentamente lo que somos: ¿ciudad industrial, centro turístico, puerto ribereño, el mejor vividero del mundo? Todo es posible y, al final, no importa mucho. No se trata del ‘qué’, sino de la dignidad del ‘cómo’.


    «¿Qué significa ser barranquillero? Tal vez sea un poco de lo indígena  mezclado con una pizca de lo afro, aderezado con dos pinceladas europeas, tres rayitas árabes y unos cuantos soplos ribereños»


    Tal vez sea esto lo que no nos perdonan nuestros más férreos detractores: esa actitud despreocupada y sosegada que muchos confunden con cinismo o pereza. “¿Puerta de Oro? ¡Que construyan un puente y no pase ya ningún barco grande!”, imagino que decían en alguna oficina fría, con muebles franceses y paredes de terciopelo, en la Bogotá de los años 1970.

    Para los que intentan frenarnos, hay que advertirles que están emprendiendo un acto inútil. Hoy la ciudad se proyecta como destino turístico clave de la región, tal como lo reconocen los World Travel Awards 2024. Este repunte se debe, en parte, al cambio de visión de nuestros dirigentes y, también, a que las mojarras aquí no cuestan dos millones seiscientos mil pesos.

    Hemos construido un espacio para todos (lleno de problemas y de exclusiones, pero para todos, repleto de contradicciones), donde si preguntas una dirección te la explican con lujo de detalles, y donde perseguir en turba a los ladrones es un acto de responsabilidad social colectiva. 

    Esta ciudad es un relato que trae el río sobre su cauce, es el rumor selvático de la tarulla que navega desde antaño. Una entelequia de un mago sin propósito, que nos arrojó aquí para que escribiéramos, sin reparos, nuestra propia historia.

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