Marruecos es un país extraño. Ocupó durante siglos el lugar de frontera donde terminaba occidente y empezaba el mundo árabe, siendo a la vez un enclave comercial vital entre estos mundos. Originalmente poblado por bereberes nómadas, se islamizó en el siglo VII y su colonización (en forma de protectorados) fue motivo de conflicto entre franceses y españoles hasta su independencia a mediados del siglo XX. Aún hoy en día en el país se habla tanto francés como árabe. Durante todo el siglo XIX y buena parte del XX fue el lugar al que los europeos de clase acomodada fueron en busca de exotismo.
Marruecos es además un país que tiene su historia a flor de piel. En muchas ciudades aún están las antiguas edificaciones, las mezquitas y hasta la universidad activa más antigua del mundo (Al-Karaouine en Fez, fundada en el siglo IX) que sigue siendo principalmente un centro de estudios del islam. Es, además, un país donde aún hoy la cultura islámica y la occidental conviven y se mezclan, por sus calles se puede ver a mujeres con burka, pero también con jeans (aunque el trato para con las mujeres sigue siendo visiblemente distinto que para con los hombres), donde los turistas son tratados con respeto y amabilidad mientras estos respeten la cultura que visitan, dónde se puede comprar barato pero solo si se domina el arte del regateo. Marruecos es un país extraño; no es fácil, pero es fascinante.
La forma más fácil de llegar a Marruecos es en avión. Existen múltiples formas de llegar desde Colombia haciendo escalas o transbordos en varios países de Europa, especialmente España y Francia. Varias ciudades poseen aeropuertos, entre ellas Marrakech, Fez, Casablanca, Tánger y Rabat, su capital. Todas estas fueron ciudades imperiales durante el período del islam medieval y son hoy en día grandes centros urbanos, aunque conservan sus barrios históricos con edificaciones originales o reconstruidas y siguen siendo, junto a las visitas al desierto, las principales atracciones turísticas del país.
Marrakech fue en su época la capital del imperio marroquí y es hoy en día una gran urbe de estilo moderno. Su cercanía con Europa hace que muchos turistas la incluyan en sus itinerarios por el viejo continente, pues algunos días son suficientes para recorrerla. Basta entrar en la medina (así se conocen los barrios históricos medievales) para perderse en un mundo imaginario de casas antiguas y calles enmarañadas. Siguiendo la tradición árabe, las casas no tienen ventanas a la calle sino solamente una puerta de metal o madera y sus ventanas dan únicamente a un patio interno. Estas construcciones llevan el nombre de Riads y en muchos casos han sido reacondicionadas para dar alojamiento a los turistas que buscan una experiencia más real o, por qué no, surreal.
En las calles más céntricas de la medina solo se encuentran peatones, motos y algún ocasional burro excesivamente cargado de mercancías que los vendedores llevan al mercado, probablemente la atracción turística más grande de la ciudad. En este lugar, en medio de los aromas del cuero, la madera y la comida, se pueden ver y comprar artículos de marroquinería (palabra que deviene del nombre del país), alfombras, joyas, esmaltes y un sinfín de artesanías con la estética tradicional árabe. Para los vendedores de mercados el regateo es un arte en que se miden la cordialidad y el carácter de las personas, así que si se quiere comprar a precio razonable hay que estar bien plantado.
Para sus vendedores el regateo es un arte en que se miden la cordialidad y el carácter de las personas, así que si se quiere comprar a precio razonable hay que estar bien plantado.
Además del recorrido histórico, Marrakech tiene una activa vida nocturna, como es el caso del restaurant-discoteca Le Comptoir ambientado como una antigua mansión del siglo XIX. En este lugar sirven platos como pollo con ciruelas secas y dátiles o cuscús agridulce con cordero, pero hay que estar en guardia, pues a la hora del show las bailarinas árabes que se pasean por el lugar pueden subirse a las mesas sin previo aviso. Además hay una gran cantidad de bares y restaurantes en el barrio antiguo a los cuales acudir para probar otras delicias culinarias tradicionales o tomarse un trago.
“Como una capa blanca drapeada sobre las costas de África” (en palabras del escritor Truman Capote), allí donde se unen el Océano Atlántico y el Mar Mediterráneo, se encuentra Tánger. La ciudad fue durante años territorio internacional compartido entre Gran Bretaña, Francia y España para zanjar las disputas sobre la soberanía de la entrada al mediterráneo. Dentro del antiguo barrio fortificado, se encuentra la Kasbah, el lugar más alto de la colina sobre la que la ciudad está situada, desde la cual se puede ver magníficamente la unión entre las dos masas de agua, e incluso en días despejados (dicen los locales) se puede ver la Alhambra al otro lado del mediterráneo. Cerca de la plaza de la Kasbah se encuentra el café la Hafa, adonde acudían los poetas de la generación Beatnik para divagar e inspirarse mirando el Océano. En los cincuenta y sesenta era común cruzarse a artistas de la talla de William Burroughs, Allen Ginsberg y Jack Kerouac, aunque también aparecían ocasionalmente estrellas de rock como Mick Jagger o Jimi Hendrix. Finalmente, basta alejarse un poco de la ciudad para encontrarse con sus espléndidas playas, tanto las mediterráneas como las oceánicas, y a pocos kilómetros de allí se encuentra el Cabo Spartel, donde se pueden visitar las Grutas Hércules cavadas a lo largo de siglos por los habitantes de la región para extraer piedras para moler granos.